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martes, 2 de abril de 2019

"La vida no es como uno la piensa". Dijo mi hijo a los 7 años de edad.

Hace un mes, mi hijo me sorprendió con la frase que le da el título a este artículo, a raíz de una experiencia que vivieron él y sus compañeros de colegio, cuando observaron que un incendio generado por las altas temperaturas en un municipio cercano a Bogotá consumían los arboles y una casa en donde vivía una familia de escasos recursos. Afortunadamente las personas habitantes de la casa no se encontraban en ella cuando sucedieron los hechos, sin embargo, no dejó de ser triste y desesperanzador para ésta familia, que sin cómo intervenir, tuvieron que ser espectadores de la forma como años de trabajo, esfuerzos y muy probablemente sacrificios, se desvanecían en cuestión de minutos por el voraz incendio. Aunque después en el municipio se recogieron algunos dineros para solventar en algo, la tragedia de ésta familia, no dejó de ser una marca emocional para mi hijo que después de ese episodio y con cierta desconsuelo me dijo; papi, la vida no es como uno la piensa.
Todo esto me ha hecho reflexionar sobre lo que nosotros como padres creemos que nuestros hijos necesitan, mas allá del afecto, de la cercanía y el amor que muy probablemente ellos sienten que nosotros les proveemos. y es claro que la primera gran pregunta que le hice a mi hijo después de este episodio fue; cómo piensas que es la vida?, la respuesta no fue menos curiosa. sus pensamientos estaban asociados mas a aquellas cosas que le habían generado cierta desilusión y a lo que yo generalmente no le ponía mucha trascendencia, por ejemplo; cuando le prometí una tableta que aún tengo en mi poder, y que no le he entregado por que no he comprado un forro que la proteja, aunque para mi este hecho no es tan significativo para él si. Y aunque no me lo dice, si le hace ciertas manifestaciones a la mamá sobre éste episodio. Situaciones similares a ésto podríamos encontrar varios.
A partir de ésto comencé a indagar con mis pacientes infantes si la sensación que se presenta cuando no consiguen algún tipo de reconocimiento cuando para ellos sus logros lo ameritan, era de tristeza o desilusión y la respuesta fue similar a la que había tenido mi Andres Daniel; desilusión.  Si la vida tu la piensas de una manera y en la realidad es otra, puede ser que allí no se incube tristeza, ni siquiera una pauta depresiva, pero si la pérdida de la fe, de aquello en lo que creen, de lo que les genera algo de esperanza. También vislumbre que no necesariamente esa sensación se genera con las figuras parentales sino, con personas cercanas en su entorno académico, compañeros, amigos, docentes y algunas otras personas que hacen parte de su entorno social. Esto me pareció importante compartirlo con ustedes, por que siento que en ocasiones obviamos lo que nuestros hijos, por pequeños, piensan de las cosas que suceden a su alrededor. Me ha parecido llamativo descubrir lo que los niños piensan de las discusiones de sus padres, de las malas relaciones entre sus padres y sus familias de origen, de los problemas económicos en casa, de las dificultades de sus padres con sus hermanos, de lo que sucede en su barrio o inclusive en su ciudad. 
La enseñanza es clara, debemos validar los pensamientos de nuestros hijos entorno a lo que sucede a su alrededor, permitirles movilizar de esa manera su angustia y su ansiedad, lo que probablemente los llevara a seguir creyendo en que todo puede ser posible, que inclusive cuando los sueños se buscan con esfuerzo, no importará si se encuentran sumergidos en una densa capa de desesperanza, se podrán cumplir. Que la desilusión no sea mas fuerte que sus deseos.
No son los regalos, las cosas materiales e inclusive la tableta que alguna vez prometí, va mas allá de eso, es observar la forma como socialmente nos comportamos en el día a día, las palabras que utilizamos para designar las situaciones cotidianas, la forma como resolvemos nuestros conflictos familiares. Para los niños y niñas estas formas son importantes, son las que les permiten ir pensando el mundo de una manera o de otra. Pregúntese ahora querido lector, si vale la pena seguir odiando a su familia o sus amigos por las diferencias ideológicas o por un equipo de fútbol, o por un candidato determinado, por una creencia religiosa, por el color de piel o por una orientación sexual. Tal vez, volver a pensar como niños, nos permitirá darle un nuevo sentido de vida a la vida.

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